La capital del España embruja. Lo hizo apenas la pisé a los 17 años cuando me la conocí de punta a rabo a bordo de un bus de jóvenes chilenos, hasta el día de hoy en que ya pasé los 50. Porque esta ciudad no tiene edad y bien puedes ver a una pareja de tórtolos empalagosos en un café como a una señorona con sus pieles, labios rojos y pléyade de amigas pasándolo chancho en la barra de un bar.
Esta es la ciudad en que eché raíces hace cuatro años para hacer lo que más me gusta: enseñar diseño floral. Y enseñarlo como corresponde: con flores espectaculares, con una temperatura agradable, con instructores que tienen la paciencia de enseñar y no hablar desde una posición de divo.
He sido innumerables veces alumna. De llegar a una clase con cero conocimiento sobre lo que se me va a enseñar. Por personalidad no soy preguntona, pero mi cara de desasosiego no la he podido cambiar. Por eso es tan importante que el educador sepa leerte sin tú abrir la boca. Muchas veces basta con mirar a los ojos, ¡y ya!
Alguien se preguntará por qué es tan importante la temperatura. Contaré un caso: mi amiga Sarita y yo viajamos en tren al sur de Nueva York durante una semana, ida y vuelta, para tomar clases de diseño floral en mitad del invierno. Las clases se impartieron en una nave sin calefacción. Las sillas eran de metal. Un teléfono de pared no paraba de sonar. Y el baño, uno solo, no lo habían limpiado en toda la semana. Seríamos unas 30 personas. Así que no me saqué mi parka, que me cubría del cuello a los tobillos. ¿Cómo es posible concentrarse en aprender técnicas nuevas y diseñar decentemente cuando las manos te tiritan?
La educación del diseño floral merece su tiempo, su dedicación. Necesita un espacio físico con luz natural y techos altos de los cuales colgar la última locura que se nos haya ocurrido. Cada alumno necesita una mesa de 2,30m en tiempos de covid para trabajar sin contagiarse. Merece tomarse un tiempo para asimilar los conceptos que dejó olvidados en su banco de 5to. básico.
Porque todos somos cuerpos, almas y mentes creativas. Lo que falta es que nos lo creamos.
Por Sylvia Bloom